viernes, 5 de noviembre de 2010

Embestida.


Cuando por fin logró ver a solo siete metros el camino que se adentraba en el bosque y la soledad con su pesado silencio lo envolvió comenzó a relajarse: el pasaje era ancho y bien definido y la luna llena lo iluminaba generosamente, solo un idiota o fanfarrón se perdería allí y él sabía mantener su curiosidad muy a raya cuando de hadas se trataba y ¡cielos! estaba en su reino.

Se preguntó dónde se había metido la pequeña desagradable que lo había traído aquí pero cuando lo hizo un escalofrío, acompañado de un mal presentimiento, le recorrió la espalda. “¿Llamado telepático? No, claro que no, es ridículo.” Pero no esperó a comprobarlo, avanzó con pasos apresurados.

Con su primer paso se escuchó a su espalda dos ladridos lejanos. Dos pasos más y se hicieron más constantes. Eran desafinados, característicos de los canes de pequeño tamaño. Sho avanzó un poco más pero los ladridos tomaron una animosidad histérica y le invadió la sospecha de que se estaban acercando.

Detectando el peligro con todas sus neuronas se volteó listo para hacer frete a lo que fuera. Primero no vio nada, pero la insistencia y cercanía de los ladridos mezclados con una risita completamente sacada y perversa lo obligaron a enfocar mejor la vista hasta que logró distinguir una pequeña figura que se acercaba corriendo con una velocidad vertiginosa.

Era un perro pequeño, con el tamaño aproximado de un Caniche Toy, su cara era la de un animal rabioso, con la lengua rebotando fuera de la boca junto con la carrera y los ojos lívidos de ira, sus dientes pequeños pero perfectamente blancos y filosos también le llamaron la atención, Sho sabía que atacaría y sus tobillos y pantorrillas serían las víctimas del mismo. No le gustó la idea pero llegó a la conclusión de que su mejor chance era patear y esperar que el perro huyera frente a la desventaja de tamaño.

El largo pelaje del animal se le arremolinaba con la carrera, pero aún así pudo distinguir al objeto de su peor pesadilla sentado en su cuello. La pequeña hada montaba al can mientras reía con el rostro desfigurado por el odio, la adrenalina y una alegría desquiciada.

Apenas la divisó Sho comenzó a correr de vuelta hacia la tintorería, en ese momento estaba seguro de dos cosas: que no enfrentaría a un hada y no se internaría en un bosque desconocido con una encolerizada pisándole los talones.

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