viernes, 5 de noviembre de 2010

Pantanos.


Corrió sin mirar atrás y casi sin respirar hasta que llegó a una corta distancia de la tintorería, las tres niñas-ángeles habían desaparecido, solo quedaba la mujer en el mostrador y la pareja. Estos últimos respondieron al llamado desesperado de Sho quién revoleaba sus brazos sobre su cabeza y gritaba aterrado. Se incorporaron y dieron unos pasos, pero cuando alcanzaron a ver al hada galopando se pararon en seco, la mujer se quedó inmóvil, tildada entre el ataque y la conveniencia. Entonces su pareja la tomó de la muñeca y negó con la cabeza, ambos dieron unos pasos atrás y se abrazaron mirando la persecución, él tenía una mueca de condescendencia, mientras que ella mostraba una encantadora preocupación maternal.

Sho comprendió que estaba solo en esto y vio su única escapatoria en seguir corriendo. La convulsiva risa que lo asechaba y los escabrosos recuerdos de la infancia que le venían a la mente al oírla aseguraban que continuara huyendo, a pesar de las puntadas en el pecho.

Entonces se percató que el linde del bosque se dilataba a su derecha obligándolo a internarse en el desagüe del pantano que había dejado detrás. Era suelo inestable, difícil de atravesar. Lo hizo con bastante acierto, entre los arroyos de lodo y arcilla había islas de tierra firme que soportaban su peso a la perfección. Solo una vez uno de aquellos montículos que parecían seguro cedió bajo su pié, por fortuna pudo liberarlo antes de que la islita entera estallara en una gran corriente de aire hirviendo, ¿Qué rayos era todo aquello?

El momentáneo contratiempo le sirvió para ver como el perro se acercaba saltando de islote en islote regando de espumosa saliva el barro a su alrededor. Esto le bastó a Sho para desviar su atención de geiser y centrarla en correr.

Pero vio aterrado que a sus espaldas solo quedaban unos metros de pantano y luego un rocoso acantilado. Avanzó un poco más pero fue en vano, el exabrupto geográfico daba a un río, a uno que tenía las riveras sembradas con filosas rocas. Sus pupilas se dilataron del pánico, no tenía escapatoria, este era su fin, y sería un fin horrible. Horrible y lento, muy lento…

Entonces un grito de ira lo hizo voltear, el pequeño can también había caído en la trampa de los géiseres y con sus cuatro patas enlodadas estaba atrapado. Lloriqueaba mientras su jinete se arrancaba los cabellos de la desesperación, intentó salir volando, pero una de sus patitas estaba enganchada en la silla de montar.

El hada volvió sus ojos, ahora pequeños ónices suplicantes, hacia Sho, llevó ambas palmas, una apoyada en la otra a su pecho y encrespó sus cejas en una mueca lastimera. “Y ahora me pide ayuda, pero si será hija de puta” pensó el muchacho. No se atrevió a reír malévolamente, aunque sí tuvo ganas, pero en su lugar se retiró la boina del cinto del pantalón, donde la tenía enganchada, y se la llevó al pecho sobre-actuando tristeza. En ese momento el geiser estalló y ambos enemigos salieron disparados.

Sho nunca supo que fue de ellos, porque en ese mismo momento se resbaló y calló en uno de los arroyos. El lodo y la arcilla hicieron que se resbalara como si se tratara de un tobogán y sin más, cayó por el acantilado.



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